Siempre es gratificante mediar en un curso de formación de profesorado que acude con ganas de cambiar el mundo. Sus ojos brillantes, sus cabezas asintiendo, sus sonrisas de complicidad, sus miradas cuando se tornan hacia el interior, porque están pensando profundamente sobre una idea lanzada…
Es esperanzador verles realizar en equipo todo el trabajo propuesto. No hay silencio; no hay espacios de hastío. Todo es actividad, ganas de aportar; conversaciones superpuestas con cara de auténtica satisfacción, emoción, curiosidad… De los resultados, nada que objetar. Reflexiones argumentadas, síntesis bien sustentadas y perfectamente plasmadas; normalmente, incluso, con una estética que hace evidente su experiencia.
Es enriquecedor animar su lado creativo y ver cómo va surgiendo un chorro de buenas prácticas, nuevas ideas; proyectos que nacen de la nada o basados en otros que pudimos conocer. La mecha del pensamiento divergente de este profesorado se enciende fácil, e igualmente es fácil hacer estallar sus ideas como fuegos artificiales que iluminan el espacio de trabajo.
Es ilusionante ver sus caras de contrariedad cuando alguna de las reflexiones choca con una práctica que, de repente, comprenden menos acertada. Serán vueltas a la cabeza esa noche, sin duda, que mañana derivarán en una mejora segura. Lo bueno es esa actitud abierta al cambio y a reconocer que la inercia no siempre es buena compañera.
Es una suerte asistir a estas sesiones. ¿Todos los profesores son así? Obviamente no, pero estos son el motor del cambio; estos son los que dignifican la profesión y los que se merecen que todos: familias, administraciones, políticos, medios de comunicación, etc, les aupemos porque realizan la tarea más compleja e importante del mundo. Por sus manos pasa el futuro. Si no cuidamos a estos profesores el país futuro no será mejor que el pasado. Y, seamos honestos, hay mucho mundo que mejorar.