La palabra «identidad» se ha vuelto equívoca y puede equivocarnos a todos. Evitar confusiones socialmente peligrosas es una de las obligaciones de la filosofía. Por eso es tan necesaria. Tradicionalmente, «identidad» significaba la afirmación ontológica de la individualidad. La igualdad de una cosa consigo misma. Se expresaba lógicamente por el principio de identidad: A=A. Administrativamente, por el Carnet de identidad. Yo soy yo, y no otro. Pero durante el siglo XX apareció un concepto social de «identidad», que lo relacionaba con la pertenencia a un grupo, y que prevaleció en política. Era contradictorio con el anterior, porque esta nueva identidad significaba identificarme con los demás miembros de una colectividad. Saltaba de lo peculiar a lo común, de lo intrínseco a lo extrínseco. Hay que separar los dos significados, para no caer en el error de considerar que lo más propio mio, lo que me define como persona, es la pertenencia a una nación, una religión, una raza, una cultura. Debemos reservar el concepto de «identidad» para señalar lo comun, mi pertenencia a determinados colectivos – con lo que una persona tiene muchas identidades-, y utilizar el concepto de «personalidad» para designar el proceso de unificación que cada persona hace de sus diferentes identidades. «Yo soy una persona miembro de varios grupos, es decir, un peculiar conjunto de identidades». La personalidad responde a la pregunta ¿quién soy? Las identidades a la pregunta: ¿qué eres?¿a qué colectivos perteneces?
El equívoco de la identidad
- Cultura del pensamiento
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