Es probable que todos hayamos estudiado los diferentes tipos de evaluación, e incluso escuchado que una evaluación significativa debe ser formativa. Es decir, un proceso en el cual el objetivo es tan didáctico como el propio camino que nos ha conducido hasta él. ¿Qué quiere decir esto? Quiere decir que el aprendizaje que debe obtener un alumno a partir de la evaluación debe ayudarle a conocerse y reflexionar sobre sus logros.
A partir de esa reflexión, lo único constructivo será que el propio alumno haya aprendido qué está desarrollando adecuadamente en ese proceso, para seguir haciéndolo igual y qué estrategias debe cambiar, por no estar dándole el fruto adecuado o marcado.
Los alumnos me confiesan que no se sienten autónomos; que sienten que les hacemos depender de nosotros, profesores, para saber si van bien o no, así como cuáles deben ser exactamente los pasos en su cambio, si éste es necesario. En el s XXI, donde el emprendizaje es una competencia necesaria, la heteronomía o falta de autonomía es una buena pronosticadora del fracaso.
¿Se puede hacer algo frente a esto? Por supuesto, se puede hacer mucho. Eso sí, los pasos necesarios son complejos porque se enfrentan a los paradigmas tradicionales de la forma y sentido de la evaluación.
Hay profesores que ven en la evaluación una especie de punto final en el proceso educativo. Algunos, lo llegan a transformar en ese “mango de sartén” en el cual hayan una herramienta de control del día a día. Otros, manifiestan que la estrategia para la mejora es añadir más exámenes o exámenes sorpresa. No faltan quienes aún piensan que mejores puntuaciones correlacionan con personas más cualificadas o más aptas para el trabajo, como si la nota de un examen dijera qué tipo de persona eres y qué competencias tienes más desarrolladas.
Todas estas son muestras, supervivientes de una arcaica concepción de evaluación como producto final. Algunos han equivocado la evaluación continua, con una continua evaluación. Es evidente su falta de formación pedagógica, a pesar de que ejerzan una profesión educativa.
Hasta que no se le quite ese halo falso de fase final del proceso educativo y se le traslade al propio alumno el control sobre su evaluación, la mejora será sólo un espejismo para los que se conforman con puntuaciones; para los que creen, por ejemplo, que sacar un 7,55 en un examen sobre figuras literarias garantiza el aprendizaje sobre literatura y parte del desarrollo integral de los alumnos, así como la adquisición de las competencias que necesita en pleno s XXI, o mucho menos, la pasión hacia la literatura.
Todo proceso evaluador sin autoevaluación, coevaluación, heteroevaluación y metacognición está condenando a más alumnos a conformarse con la memorización de aquello que no recordarán poco tiempo después.