¿Te has dado cuenta alguna vez de las conversaciones tan rápidas que surgen en algunas ocasiones en las aulas? Me refiero a las que tienen lugar entre profesor o profesora, que pregunta, y alumnos-alumnas que responden.
El profesor lanza una pregunta y, antes de haberla formulado completamente, algunas manos ya están alzadas. Son manos con resorte bien engrasado; seguramente el refuerzo positivo y éxitos anteriores sean ese lubricante. Hasta aquí todo bien. Pero… ¿son siempre las mismas manos? Generalmente la respuesta es afirmativa y eso sí comienza a suponer un problema.
La dinámica de clase condicionada por un exceso de contenidos y falta de tiempo acaba abocándonos a las prisas. ¿No resulta que, en realidad, estamos reforzando la impulsividad? Más aún, ¿no se acaba estableciendo un canal de comunicación permanente entre el profesor y los mismos alumnos? Quizás, en ese mismo proceso, el resto de alumnos va aprendiendo que pueden mantenerse inactivos, o incluso desconectados, por más que éste no sea el objetivo ni el deseo.
Las prisas por tanta materia que dar y el tiempo escaso se transforman en dinamita contra el pensamiento y, con ello, contra la verdadera comprensión y aprendizaje. Pensar requiere su tiempo. Los alumnos más ágiles a buen seguro darían una respuesta más argumentada y profunda si no contestarán impulsivamente; sin embargo, son los otros los que más lo necesitan. Tampoco es una concesión; es más bien un derecho.
En muchos casos necesitamos tiempo para entender bien la pregunta y para recordar datos o hechos que me sirvan para construir la respuesta. Es importante que todos los alumnos sientan que están invitados a participar en la dinámica del aula. No puede convertirse en el espacio para los más rápidos. A la larga, esto genera una gran indefensión aprendida cuya consecuencia será la desconexión. Nada más lejos del objetivo inicial de cualquier profesor.
Pensar requiere su tiempo. A las buenas preguntas socráticas de un maestro debe seguir un tiempo de silencio; de reflexión; de actividad mental individual. A esta fase, por su parte, debe seguirle una participación abierta, moderada por el profesor, cuyo objetivo será ése precisamente, el que todos los alumnos se sienten con libertad para participar, sin miedo a hacerlo equivocándose, porque del error también se aprende.
En ese sentido una pregunta del tipo “¿Qué piensas sobre las personas que provocaron la segunda guerra mundial?” deja más canales de respuesta que otra como “¿En qué año dijimos ayer que comenzó la segunda guerra mundial?”. La segunda requiere de memoria y si el alumno no tiene la respuesta exacta, sólo le queda guardar silencio y rogar para que no le toque responder. La primera pregunta, en cambio, abre las puertas a la participación, a la actividad, a la involucración en lo que en el aula está sucediendo. Necesitamos ciudadanos que piensen por sí mismos y esto requiere de práctica. Lo que no se practica, no se desarrolla.
Ya sólo me resta decirles a los que están pensando “sí, muy bonito pero así no acabamos el temario”, que algunos profesores terminan el temario, pero no ocurre lo mismo con sus alumnos. Estos, en un aprendizaje tan superficial, están condenados al olvido de esos contenidos, que sucederá muy próximo a la finalización del examen. Quien está ciego no ve; pero quien quiere ver, ni duda, ni se engaña a sí mismo.