Viene de El inconsciente (1)
Les recuerdo que me están acompañando en una investigación sobre el inconsciente. El punto de partida es un hecho conocido por todos. Nuestro cerebro es una máquina de producir ocurrencias. Llamamos “inconsciente” a ese conjunto de actividades que desconocemos, y del que sólo percibimos los resultados que afloran a la conciencia. Esto es una cura de humildad. Si nuestros índices de serotonina –una sustancia que influye en la comunicación neuronal- se alteran, estaremos deprimidos. Los neurólogos nos dicen una cosa muy extraña. Un segundo antes de que se nos ocurra hacer un movimiento, ya se han activado las zonas premotoras del cerebro. Todo sucede realmente dentro de nosotros un poquito antes de que nos demos cuenta. ¡Que complicación! ¡Qué misterio!
Continuamente emergen en mi conciencia sentimientos, ideas, deseos, imágenes, preocupaciones que son mías, aunque no lo quiera. Consideremos el caso de una persona envidiosa, como la que retrata Unamuno en “Abel Sánchez”. El envidioso no quiere serlo, le avergüenza ese sentimiento que, en cierto sentido, demuestra una situación de inferioridad respecto de otro, pero no puede evitarlo. Siente una punzada de dolor cada vez que su oponente ha tenido algún éxito. Los expertos dicen que en nuestro inconsciente se forman “esquemas emocionales”, que interpretan de una forma u otra los sucesos. El optimista con optimismo, y el pesimista con pesimismo. El valiente ve como oportunidad lo que el miedoso ve como amenaza. Los psicólogos nos dicen que la solución para cambiar esos estilos afectivos es cambiar el “esquema emocional” que los genera. Estamos, pues, en los dominios de la educación. Una de las funciones de la educación es ayudar a un niño para que construya bien su cerebro, es decir, para que establezca estupendos sistemas de producción de buenas ideas, buenos sentimientos, buenas decisiones.
¿Sabemos hacerlo? Estamos aprendiendo. Los “esquemas emocionales” tienen tres ingredientes: Uno, biológico. Nacemos con ciertas propensiones afectivas, genéticamente condicionadas. Dos, las creencias que tenemos acerca de nosotros mismos, de los demás, de nuestra capacidad para enfrentarnos con los problemas. Tres, nuestro sistema de deseos y preferencias. Ni todos deseamos lo mismo, ni lo deseamos con la misma intensidad. Los tres ingredientes pueden modificarse mediante la educación.
Hay un segundo objetivo educativo. Tras haber construido ese cerebro eficaz y fértil, hay que aprender a manejarlo. Conducir nuestro cerebro es más difícil que conducir un Ferrari. Hay que desarrollar lo que se llama el “cerebro ejecutivo”, del que depende la atención, la selección de proyectos, el paso a la acción, la orden de parada. La aparición de esta capacidad de autodirección ha sido un paso decisivo en la evolución humana. Para los interesados, diré que coincide con el gran desarrollo de los lóbulos frontales, el director de orquesta cerebral. Todos los animales aprenden, pero el hombre puede decidir lo que quiere aprender. Toda la sabiduría humana ha intentado cumplir estos dos objetivos: Educar el inconsciente, para tener buenas ocurrencias, y aprender a dirigirlo. La primera tarea va desde el cerebro a la conciencia. La segunda, marcha desde la conciencia hasta el cerebro. En ese misterioso vaivén se mueve nuestra vida.