Gauss, el mayor genio matemático de la historia, contó en una carta su descubrimiento de un complejo teorema de la teoría de números: “Hace dos días, lo logré, no por mis penosos esfuerzos, sino por la gracia de Dios. Como tras un repentino resplandor de relámpago, el enigma apareció resuelto. Yo mismo no puedo decir cuál fue el hilo conductor que conectó lo que yo sabía previamente con lo que hizo mi éxito posible”. Hamilton describió así su descubrimiento de los cuaternios: “Vinieron a la vida completamente maduros, el 16 de octubre de 1843, cuando paseaba con la señora Hamilton hacia Dublín, al llega al puente de Brougham. Allí saltaron en mi interior como chispas las ecuaciones que buscaba”. Henri Poincaré recuerda que la solución al complicado problema de las funciones fuchsianas apareció de repente en su cabeza, cuando no estaba pensando en ellas, en el momento de subir a un autobús para iniciar una excursión. Poincaré sacó de estos fenómenos la conclusión obvia: él no estaba pensando en esas funciones, pero su cerebro, sí. La creación matemática, concluyó, es inconsciente.¿Comprenden ahora mi inquietud ante este tema?
¿Comprenden el escepticismo de mis alumnos cuando les digo que nuestro cerebro es más listo que nosotros? ¿Cómo puede organizar conocimientos tan complejos sin saber lo que está haciendo? No lo sé, pero lo cierto es que lo hace. Y que si queremos progresar en nuestra capacidad científica o creadora o afectiva, si aspiramos a tener ocurrencias brillantes, no nos queda más remedio que educar el inconsciente. ¿Y cómo podemos hacerlo?
Para contestar a esta pregunta, tengo que aprovechar estudios hechos con otra finalidad, pero fiables. Por ejemplo, los que versan sobre el entrenamiento de los grandes maestros de ajedrez. En primer lugar, necesitan tener una gigantesca memoria dinámica. Se sabe que tienen que aprender unas cincuenta mil jugadas y que recuerdan una partida entera con la misma facilidad que el resto de los mortales recordamos una melodía. Eso es una memoria dinámica: la que lleva de una nota a la siguiente. En segundo lugar, entrenan ciertas habilidades de análisis y de cálculo, que acababa automatizándose, es decir, realizándose sin conciencia expresa. Cuando un tenista juega, se mueve con una soltura no voluntaria, inconsciente, en el sentido que utilizo la palabra. Conoce la posición que quiere ocupar, pero no sabe los músculos que tiene que mover. Por último, el cerebro de los maestros puede movilizar al mismo tiempo una parte enorme de esa información asimilada. Lo que llamamos “concentración” es esa capacidad de activar muchos procesos mentales con un objetivo único. Y estar a la espera de que de esa conjunción surja una buena propuesta.
Si lo que digo es verdad, parece que la educación ha de fundarse en tres elementos: la construcción de una gran memoria, la automatización de actividades mentales, y la concentración, para poner a trabajar el inconsciente. Creo que hay que añadir un último elemento: tenemos que saber evaluar las ocurrencias producidas por el inconsciente. Adquirir buenos criterios de evaluación es el cuarto objetivo de la educación.
Escribo este artículo en el AVE, camino de Sevilla. Atravieso la provincia de Córdoba leyendo un libro del matemático Miguel de Guzmán sobre resolución de problemas, y compruebo, con gran satisfacción, que dice lo mismo que acabo de escribir. A pesar de que el paisaje está nublado, me ha parecido ver un luminoso rayo de sol sobre los olivos.