Es frecuente escuchar que en el ámbito de la educación moral del alumnado existen fuertes desacuerdos, que se ponen de manifiesto en la convivencia de alumnos de distinto origen cultural y religioso, o entre la voluntad de la familia y la de la escuela. No hace mucho, el 24/02/2014, el Tribunal Constitucional volvió a sentenciar en contra de quienes reclamaban que sus hijos no recibieran enseñanza de Educación para la Ciudadanía y los Derechos Humanos, resolviendo un desacuerdo profundo que había llevado a una familia a desobedecer la Ley Orgánica de Educación.

En esa sentencia se zanja un posible descuerdo y se afirma, por el contrario, que «existe un acuerdo generalizado en la necesidad de que la educación moral, o enseñanza de la ética, sea un objetivo prioritario de los sistemas educativos formales, en especial de los obligatorios»; además, estas enseñanzas «forman parte del contexto escolar europeo como expresión de la estrategia de la Unión Europea en orden a los distintos sistemas educativos nacionales promuevan los valores democráticos y de participación creando ciudadanos cívicos y responsables»; y para completar afirma que «las sociedades democráticas pueden compartir una serie de valores ante los cuales los estados y los poderes públicos no permanecen neutrales, so pena de hacer inviable el propio sistema democrático, y tales valores pueden ser divulgados a través de la educación».

Incluso la sentencia va más allá de lo que podría ser una pretendida ética de mínimos y afirma con contundencia máxima que «la Constitución española no es axiológicamente neutral, en cuanto se enmarca en un determinado contexto constitucional sin que sea posible abdicar de la orientación ética basada en valores constitucionales que se desprende de la misma, llegando a destacar que incluso frente a los valores no comunes o diferenciales el estado viene obligado a mantener una actitud positiva, de la misma manera que ha de desplegar una actitud beligerante con los valores contradictorios a aquellos que incorpora la Constitución.»

Se puede decir más alto, pero no más claro. Y lo curioso es que, haciendo las necesarias correcciones impuestas por el contexto, esa sentencia podría aplicarse a lo que decía la Constitución de 1812: «artº 366. En todos los pueblos de la Monarquía se establecerán escuelas de primeras letras, en las que se enseñará a los niños a leer, a escribir y contar, y el catecismo de la religión católica, que comprenhenderá también una breve exposición de las obligaciones civiles.» En el marco de una sociedad confesional, aquella constitución era claramente democrática, en la etapa inicial de lo que hoy entendemos por democracia, y apostaba por formar en obligaciones cívicas.

Aunque todavía se dan ciertas resistencias, el consenso al respecto es claro y es un consenso de máximos, no de mínimos: todas las escuelas deben comprometerse «con actitud beligerante» en la defensa de los valores que configuran las sociedades democráticas dotándolas de legitimidad. También las familias en su vida cotidiana. Y toda la sociedad si pasamos al ámbito de la educación informal. Máximo coraje necesitó Guus Hiddink para exigir y lograr la retirada de símbolos nazis en un campo de fútbol. Esos son valores que se presentan con rasgos de universalidad y objetividad, como es el caso de los Derechos Humanos, si bien su aplicación concreta puede dar pie a decisiones políticas divergentes. Y están, como es obvio, sujetas a sucesivas modificaciones y adaptaciones que, sin variar el fondo sustantivo, los concreten ateniéndose a los diferentes contextos.

Hay acuerdo, por tanto, en un conjunto sólido de valores vinculados a la vida en una sociedad que aspira a ser democrática, acuerdo al que se ha ido llegando poco a poco según las relaciones entre las diferentes culturas y naciones se iban haciendo más intensas y el mundo se hacía también más pequeño. El acuerdo cristalizó inicialmente en la Declaración Universal de los Derechos Humanos, de 1948, en cuya redacción participaron representantes de diferentes países, culturas y religiones.C

Eleanor Roosevelt sostiene un cartel con la Declaración Universal de los Derechos Humanos

Como bien decía Maritain, tras su participación en la redacción de esta declaración, el acuerdo fue posible, porque se dejaron a un lado los conceptos especulativos, las grandes concepciones del mundo y del ser humano, y los representantes de 48 países de todo el mundo —algunos tan poco occidentales como Afganistán, Irak, Birmania, Egipto o Etiopía— se centraron en conceptos comunes prácticos y en la afirmación de convicciones relacionadas con la acción. Llegar a ser conscientes de ese cuerpo compartido de convicciones prácticas sobre la conducta humana no fue en absoluto un logro menor, sino una autentica hazaña.

Cierto, el acuerdo fue facilitado por la brutal experiencia de la guerra mundial previa, apostando porque ese conjunto de valores, arraigados en las personas y las instituciones políticas, sociales, culturales y económicas, podría ayudar decisivamente a mantener la paz y la justicia.
El acuerdo existe, aunque luego sigan se mantengan desacuerdos en el reconocimiento y aplicación de dichos derechos, como no podía ser de otro modo. Y también existe, aparentemente, algún desacuerdo sobre el mejor modo de enseñarlos en los centros educativos. La educación moral se imparte de maneras bien diferentes. Pero de esto no da tiempo a hablar en este breve escrito.

Félix García Moriyón es profesor honorario del Departamento de Didácticas Específicas de la UAM y  Coordinador del grupo de formación e investigación en la resolución de problemas morales Niaia.

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